Pablo Casacuberta, Escipión

La historia como fetiche

 

Se cuenta que el cartaginés Amílcar Barca (275-228 a.C.) hizo jurar a su hijo Aníbal (247-183 a.C.) que siempre sería enemigo de Roma, y que por ahí anduvieron las razones que movieron a este último a dar comienzo a la Segunda Guerra Púnica. Por eso, de un libro titulado Escipión, cuyo protagonista y narrador se llama Aníbal y es hijo de un historiador especializado en la antigüedad, cabe esperar cierto desarrollo del motivo histórico y del tema paterno-filial, sobre todo si, como nos vamos enterando a medida que pasamos las páginas de esta nueva obra de Pablo Casacuberta, hay una querella antigua que ha enfrentado al padre con el hijo: éste renegó del padre y de su profesión, fue privado de su herencia y vive en la indigencia y la derrota.
En el primer tercio del libro la cosa funciona; incluso se promete un trabajo interesante con el tema de Escipión -el general romano que venció a Aníbal-, tratado como el doble oscuro o la sombra del protagonista, pero, poco a poco, sin embargo, el narrador va desviándose o distrayéndonos. Su voz empieza a llamar la atención por sí misma; es un intelectual, un ex historiador, de hecho, y se complace en denunciar los arrebatos retóricos y románticos de su padre, pero para caer él mismo en los mismos excesos. En efecto, mientras aparecen aquí y allá en la narración signos de una escritura que va desarrollándose, una especie de crónica o memoria que sería lo que el lector tiene en sus manos (“y que transcribo aquí”, leemos en la página 104, “para este registro”, en la 168), es fácil ver que el narrador, después de criticar algunos rasgos negativos del estilo de su padre, cae, recae y vuelve a caer en los mismos o acaso en peores: a lo largo del libro, por ejemplo, abundan las construcciones con gerundios (a veces tres o más por oración), son reiterados en un mismo párrafo y aun en la misma página gran cantidad de adverbios terminados en "mente", y se apela todo el tiempo a lugares comunes e imágenes manidas.
Además, a medida que se avanza en la lectura, el tema esbozado en las primeras páginas retrocede; el lector empieza a creer que lo que tiene en sus manos no es la novela prometida sino un largo retrato o autorretrato de este pobre Aníbal escrito en una prosa chapucera y estancada, en la que a veces es fácil sentirse ante la revelación de algún dato que se siente importante o acaso relacionado con lo que se proyectó como el tema principal del libro (como por ejemplo que la mujer del veterano historiador lo dejó por un heladero brasileño y abandonó de paso a sus hijos), pero que pronto parece no conducir a ninguna parte.
A todo esto el lector se ha enterado de que el padre de Aníbal le ha ofrecido una posibilidad de hacerse con la herencia, pero una posibilidad mínima y cruel: debe escribir un libro de historia contemporánea con una extensión no menor a 500 páginas y publicarlo con una editorial importante; si lo hace, la casa, los libros, los objetos de valor y los derechos de autor de las obras del padre serán suyas, lo cual, queda claro, le resolverá la vida, al menos económicamente. Aníbal se niega, patalea un poco y termina dejándose convencer -por el albacea de su padre- de escribir la biografía de un filántropo que había dedicado su vida a alfabetizar a la gente del campo. Pasamos entonces a las tribulaciones de Aníbal en la casa de campo de la nieta de este filántropo (y esposa del albacea), donde empieza a esbozarse otra historia, que involucra a esta mujer y sus hábitos sexuales, al filántropo muerto y quizá pedófilo, a la gente del campo y su memoria, etcétera.
Pero pasadas unas cuantas páginas el relato de una inundación cancela todo esto y nos encontramos con el narrador hospitalizado; en el cuarto final del libro (o quizá un poco menos) se nos cuenta que el narrador tiene un tumor (del mismo tipo que el que mató a su padre), que puede reclamar la herencia haciendo uso de un ensayo escrito mucho tiempo atrás, que su padre en el fondo no era tan malo sino que gran parte de las exigencias testamentarias habían sido manipuladas por el albacea, que pronto podrá cobrar todo y vivir en la casa del padre, que el tumor es benigno y que, además, el padre le había dejado anotada la dirección donde encontrar a la madre, en Brasil. Cosa que sucede: para hacer más feliz todavía este final, en las últimas páginas Aníbal entra a la heladería del hombre que le ha robado la mujer a su padre y se siente feliz mientras el heladero le sonríe y cierra el local para esperar la llegada de la señora.
Llegado este punto y cerrado el libro, es válido parafrasear al crítico de rock Greil Marcus en su reseña de Self portrait, el vilipendiado disco de 1970 de Bob Dylan, y decir: “¿Qué es esta mierda?”.

La broma explicada

Quizá Escipión se salvaría si fuera un chiste más o menos privado, un poco al modo de Dublinesca, la novela de Vila-Matas sobre la desaparición de los editores intelectuales publicada en la editorial menos dada a ese tipo de editor. Las notas de contraportada, por ejemplo, podrían haber sido escritas por amigotes de Casacuberta para prolongar la broma y decir con magnífica ironía cosas como “Casacuberta es ya un narrador experto (esta es su séptima obra narrativa) y posee una prosa magnífica, estilizada pero no pedante”, afirmación que, si se la lee más o menos bien, debe conducir a la conclusión de que se trata o bien de una tomada de pelo (es decir, si algo le falta a este libro es una buena prosa, así sea porque reconstruye los hábitos retóricos de su personaje o porque a Casacuberta se le olvidó pasarle alguna mano de corrección al manuscrito) o de un intento de Recaredo Veredas, quien firma la sentencia, de hundir al autor del libro porque, después de todo, decir que alguien es “ya” un narrador experto en su séptima obra es como dejar claro que debió haberlo sido desde la segunda y que, torpemente, recién viene a lograrlo en la última.
Dicho de otra manera: prometer una historia, desviarla dos o tres veces y luego rematarla con un final feliz digno de una comedia de Disney, debe llevar implícita una tomadura de pelo. De hecho, titular Escipión el libro y esbozar un tema conectado de alguna manera (simbólica, metafórica, por ejemplo) a la historia de Roma, para no entregar después nada de lo prometido, es convertir a la historia en un fetiche y en algo que queda elegante nombrar por ahí y lucir en el título.
Las oportunidades para tomar caminos menos caprichosos están allí; hubiese sido fácil hacerlo, pero Casacuberta optó por demorarse en detalles, introducir historias y personajes a último momento y, al final, resolverlo todo como quien mira la cuenta de páginas en el Word y descubre que está a punto de pasarse del máximo estipulado, para entonces redondear todo en dos patadas y poner el punto final. En esta actitud puede leerse desde el chiste privado del que ya hablé (y, absurda o paranoica como puede sonar esta posibilidad, es mejor que pensar que Casacuberta ha olvidado cómo escribir, después de libros como El mar o Una línea más o menos recta) hasta un desgano esnob ante la escritura (¿para qué escribir entonces?), pasando por un rechazo a la cultura simbólica y algunas posibilidades más.
Quizá el problema comenzó desde el deseo de contar; otros libros del autor contaban poco y abundaban en palabras e imágenes; en tanto eso, funcionaban. Pero Escipión promete una historia, nada más y nada menos que uno de los temas más recurrentes en la literatura, y fracasa en contarla, a la vez que tampoco cumple con ofrecer el entramado lingüístico de los otros textos mencionados. Su autor, quizá, hacia la mitad de la escritura se vio consciente de su fracaso e intentó llevarlo todo a otro lugar. Es posible que haya algo poco honrado detrás de Escipión, entonces, literariamente hablando; en cualquier caso, los chistes son todos imperdonables y merecen la proverbial escala descendente en una trompeta. Esta perlita basta como ejemplo: en la página 160 se habla de un libro titulado Un tigris suelto en el Éufrates.
En cualquier caso, es interesante leer este libro en el marco de una reflexión sobre el aura de ciertos textos o autores y de los elementos que vuelven interesantes los libros para ciertos editores. Más allá de eso, el libro falla y se convierte en una novela abortada: la historia del hijo que busca reconciliarse con el padre es en realidad la historia de un tumor aparecido en el último cuarto del libro; un buen chiste hubiese sido incluir en las páginas finales que el narrador había resuelto ponerle a esa masa de tejido invasivo y culpable de tantas calamidades el bonito nombre de Escipión.


Publicada originalmente en La Diaria, 5 de agosto 2011

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