Exhibición de atrocidades (Freeway) de noviembre


 
Viajes en el tiempo

  

El 7 de mayo de 2005 se celebró en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) la “Convención de viajeros en el tiempo”. La hora y el lugar fueron especificados con un máximo de precisión: el encuentro se llevaría a cabo a las 22:45 (tiempo del este de Estados Unidos) en 42,360007º latitud norte y 71,087870º de longitud oeste. A partir de esa hora 300 invitados del presente esperaron a sus compañeros del futuro; las horas pasaron y ningún visitante del futuro hizo su entrada dramática.
Algunos años atrás, de hecho, el físico Stephen Hawking había dicho que la mejor evidencia en contra del viaje en el tiempo era el hecho de que no estamos rodeados de turistas del futuro deseosos de contemplar la Montevideo del 2011 y llevarse de vuelta al futuro su precioso ejemplar de Freeway; tampoco está claro que las torres del Wall Trade Center hayan caído bajo la atenta mirada de emocionados visitantes del porvenir, quienes tampoco habrían presenciado, hasta donde sabemos, la caída del Muro de Berlín o la final de la Copa América 2011. Claro que este no es en verdad un argumento sólido: esos viajeros podrían estar allí escondidos (como sugirió en su momento Carl Sagan), por ejemplo.
Desde el punto de vista de la física teórica existen soluciones de la Teoría de la Relatividad General de Albert Einstein (hasta el momento la única descripción plenamente funcional a larga escala del universo) que parecerían permitir la existencia de atajos entre lugares del espacio y momentos en el tiempo. En ese sentido, las máquinas como la que describiera H.G.Well son posibles en teoría; no está claro si lo son también en la práctica.
El panorama para quienes quieran viajar en un DeLorean o una TARDIS hacia el futuro de nuestro país, entonces, es un poco turbio, al menos para la física contemporánea. Quizá nunca podamos viajar tampoco hacia el pasado y presenciar el concierto en el techo de los Beatles o la última presentación en vivo de Kurt Cobain al frente de Nirvana; tampoco podremos caminar por las calles de la Constantinopla gobernada por la dinastía de los Comnenos ni buscar a lo largo de África del este a los primeros Homo sapiens o retroceder todavía más y plantar un monolito negro ante una horda de homínidos primitivos.
En realidad, quizá esto último no sea del todo verdad. Es posible que nunca seamos capaces de retroceder en el tiempo, pero si podemos (o podremos) recrearlo. Pensemos en el avance de los videojuegos desde principios de la década de 1990 hasta la fecha; yo todavía recuerdo con cariño a los viejos Monkey Island, Doom y Alone in the dark, pero estoy seguro que para cualquier nacido después de, digamos 1992, no deben ser muy diferentes al avión de los Hermanos Wright o a un Ford modelo T. La calidad gráfica de un videojuego para Playstation III, por ejemplo, está muy cerca de una simulación perfecta y convincente. El añadido de hardware de realidad virtual que permita extender la experiencia sensorial y además asegurar la locomoción podrá permitir, en un futuro quizá no demasiado lejano, que visitemos la Atenas de Platón o la Londres de la década de 1960: En cierto modo –muy en cierto modo, pero si la simulación es perfecta no sería difícil engañar a los clientes de este sistema y hacerles creer en la realidad del viaje– estaríamos viajando en el tiempo.
La novela corta Navegando a Bizancio (1986), del escritor de ciencia ficción Robert Silverberg, imagina un futuro remoto en el que la humanidad está reducida a unos pocos individuos muy longevos o quizá inmortales. Su única afición es viajar por el mundo y visitar ciudades que son mantenidas y reconstruidas por androides para simular las grandes urbanizaciones de la historia de la humanidad: la Roma de Augusto, por ejemplo, o la Shandu de Kublai Khan. Serían, podríamos decir, parques temáticos del pasado, habitadas por entidades que “actúan” el rol que habrían tenido en ese tiempo. Imagino entonces una Montevideo del futuro (año 2666, por decir una fecha) dedicada a esta tarea; cada cinco años, digamos, los esforzados montevideanos pasan seis meses reconstruyéndola desde cero, para ofrecer otra ciudad diferente. Quizá un sistema gobernado por el azar dicta cuál será la ciudad y el momento a reconstruir, y así puede llegarle el turno a la París de la década de 1920 o a la Florencia del Renacimiento.
Una derivación más interesante: lejos de Montevideo, al oeste del Cerro, hay otra ciudad, una ciudad-satélite dedicada a las ucronías o historias alternativas, donde son construidas las ciudades que no fueron. La Berlin de un mundo en el que los nazis ganaron la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, o la versión del siglo XXI de Roma en una historia en la que el Imperio no terminó de caer en el año 476. Quizá, eventualmente, en esta Uchronic City, por parodiar el título de la última y genial novela de Jonathan Lethem (y también una ucronía muy sutil), alguien decida construir la Montevideo perteneciente a una historia en que Uruguay no triunfó en Maracaná o en la que no existió la dictadura. Quizá así los uruguayos del futuro encontrarán otra manera –más interesante, estoy seguro– de vivir (en) el pasado.

Comentarios

  1. Apuntes para una posible secuela de este artículo: la máquina del tiempo como artefacto narrativo. En una época los narradores intentaban ser verosímiles con descripciones científicas del vehículo temporal. Más adelante, cuando el viaje temporal pasó a ser un lugar común de la CF, la máquina en sí dejó de ser interesante. Luego Zemeckis elevó el automóvil - ícono de la civilización americana - al rango de máquina del tiempo, mientras que Cameron la ubicó sabiamente en el futuro.
    La historieta "La Otra Odisea" presenta una versión infantil del artilugio, una hamaca conectada a algunos componentes electrónicos comprados en la ferretería. En mi opinión, una forma bastante elegante de no centrar el relato en la máquina sino en el viaje en sí.

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