22 mujeres - 21 cuentistas y una prologuista


La variedad de las paisanas


Tanto el editor y compilador Gabriel Sosa como la prologuista Alicia Torres se detienen a subrayar la notoria heterogeneidad de la selección de cuentos y escritoras realizada para 22 Mujeres, 21 cuentistas y una prologuista, muestra de, al decir del editor, “literatura femenina, o sea escrita por mujeres, sin mayores significantes agregados”. “Este volumen”, coinciden en señalar Torres y Sosa, “no pretende tener coherencia, continuidad ni homogeneidad. La idea es reunir de cada pueblo una paisana, y que el lector descubra qué área del universo representado le gusta más”. Más de cerca, Torres acomete en su prólogo una cartografía en la que, dejando de lado el examen pormenorizado y a veces centrado en lo temático, se constata que “predomina el realismo” y que en sólo “unos pocos relatos (…) lo extraño irrumpe en lo cotidiano”. También nos cuenta que “en este libro aparece alguna modalidad desafiante pero ninguna quebranta la noción hegemónica [en tanto fronteras del estatuto narrativo] en forma concluyente” y consigna tanto que “no deja de ser llamativa la ausencia de preocupación por una escritura política en sentido explícito” como que “el erotismo y el amor son prácticamente inexistentes”. Esas coordenadas generales, adecuadamente presentadas por Alicia Torres, aportan claves de interés a la hora de ubicar la variedad indudable de 22 mujeres en el mapa en construcción de la narrativa uruguaya reciente.
Es bastante notorio que entre las propuestas más sólidas e interesantes del libro están las de Fernanda Trías, Mercedes Estramil e Inés Bortagaray, tres escritoras con proyectos de escritura más o menos reconocibles, fértiles y “en progreso”; en ese sentido quizá falte en 22 mujeres una “sorpresa”, una autora hasta el momento inédita que llamé la atención con un cuento particularmente brillante. Es cierto, también, que la muestra, con su modalidad de “cuento per capita”, vuelve difícil hablar de las escritoras más inéditas entre las representadas, ante todo porque cabe sospechar que estén siendo dejados de lado cuentos quizá más valiosos o representativos, o quizá aquellos en los que podrían vislumbrarse líneas de exploración diferentes; es por eso que se vuelve obviamente más sencillo aquí ofrecer una lectura del trabajo de las escritoras con un cierto volumen de publicaciones a sus espaldas. Una actitud posible, en cualquier caso, es ir a los cuentos y ofrecer no sólo un intento de “des-heterogeneizar” (es decir de buscar conexiones y trazar regiones o provincias en el mapa) el universo en apariencia tan variopinto de esta muestra sino también una perspectiva de lectura concreta, la de este reseñista, de la que pueda desprenderse alguna forma de juicio de valor o recomendación a ciertos lectores.
En ese sentido, el cuento más flojo del libro es precisamente el primero, “El cadáver”, de Jimena Antoniello (1978), relato que a todas luces fracasa en generar una narrativa interesante y se limita a anotar una serie de líneas más o menos inconexas que desembocan en una anécdota breve e insustancial. Otros cuentos de esta autora publicados en la revista online Otro Cielo (“El perfume”, “Subordinada circunstancial” y “Exilio”), si bien en general mejor resueltos, comparten la misma indecisión a la hora de configurar una voz narrativa. El texto que sigue, de Carolina Bello (1983), está sin duda entre los mejores de la muestra y pertenece a Escrito en la ventanilla, publicado –también por Irrupciones Grupo Editor– en 2011. En su contexto original, “Le hizo crack” era una de las narraciones más sustanciosas del libro (en oposición a los textos más inclinados hacia la viñeta o hacia la entrada de blog con algún mínimo gesto narrativo), pero aquí el nuevo contexto de alguna manera resignifica al cuento (o potencia significados ya presentes) y lo convierte en un momento de especial interés, ante todo por el poderoso llamador de atención que es la elección de una voz narrativa masculina, gesto sólo compartido por el excelente “El corazón de Rebeca Linares”, de Mercedes Estramil (1965), cuento que juega (desde el título, que invoca al “corazón” de una célebre actriz porno, en realidad tatuado en una de sus nalgas) con diversos clichés de lo femenino y lo masculino y arma una historia intrigante.
La provincia de los narradores “pop”, que explorara Gabriel Lagos en una nota publicada hace unos años en La Diaria, es quizá la mejor representada en 22 mujeres; los cuentos de Natalia Mardero (1975), Leticia Feippe (1977) y Stephanie Biscomb (1983) presentan ciertas características en común  (apuesta a un lenguaje con tendencia a lo coloquial, apelación a la comunicación más inmediata, tramas claramente presentadas con abundantes guiños a cierta cultura popular) que vuelven bastante clara su filiación con esa comarca narrativa local. La sorpresa aquí es quizá Stephanie Biscomb, una de las escritores previamente inéditas, que aporta un cuento (“Tránsito tímido”) ágil y desenfadado sobre una chica que no puede cagar en baños ajenos. El trabajo sobre el lenguaje vuelve a este cuento otro de los puntos altos del libro; por otro lado, en “La vida triste”, de Laura Chalar (1976) ocurre lo contrario: el impulso “naturalista”, digamos, de construir un habla plausible para los personajes incluidos en la ficción choca con una realización ramplona y poco creíble, que, además, opera en el contexto de uno de los cuentos más edulcorados del libro.
Otra de las provincias del mapa vislumbrado por Lagos, la de los “egoístas” o quizá “introspectivos”, incluye en esta selección a Inés Bortagaray (1975) con “Bravo, blanca”, relato que se incorpora claramente a las coordenadas narrativas de otros trabajos de la autora, como los cuentos “La muchedumbre” y “La mesa” (ambos en Esto no es una antología, muestra de narrativa joven editada por Horacio Bernardo en 2008) y la nouvelle Prontos listos ya. También en esta región cabría ubicar a Fernanda Trías con “La muñeca de papel” y a Sofi Richero (1973) con “El nieto”, ambos trabajos que podrían marcar un punto de inflexión en la obra de sus autoras (o un posible argumento para la “retirada” de la línea intimista o “egoísta” del panorama contemporáneo de la narrativa nacional –en comparación al menos con los “pop”, que parecen gozar de mejor salud). En el caso de Trías esto es especialmente visible en la modulación hacia la tercera persona que encontramos en este cuento, en el que la interacción de diversas perspectivas de relacionamiento del individuo con la sociedad (apelando a cierta desarticulación de la presentación más consabida o cliché de los roles de género) es presentada con un máximo de tensión dramática y expresiva, en un lenguaje sobrio y elegante que parece en las antípodas del “pocas veces el camionero se encuentra con gente más triste que él” que remata “La vida triste”, de Chalar. En el caso del cuento de Richero, llama la atención cierto alejamiento de las prácticas de escritura tan notorias en la novela Limonada y en textos como “Ajenjo” (en El descontento y la promesa, muestra editada por Hugo Achugar y publicada en 2008) o “Acá tenés tu prosa viril” (que acompaña a Limonada en la reedición de 2008), más desafiantes o heterodoxas desde el punto de vista de la sintaxis y de la construcción de una narrativa; en “El nieto” encontramos la mirada de un narrador innominado enfocada en la interacción de dos nietos con su abuela agonizante y, además, un espesor verbal que quizá no tenga parangón en la muestra, en virtud de construcciones llamativas como “diamante perfeccionable” o “algodón excitante” que atraen atención sobre sí mismas y aportan una dimensión extra de riqueza al texto.
A la hora de considerar la narrativa uruguaya reciente sería difícil e improductivo desdeñar la influencia de los talleres impartidos por Mario Levrero; si bien muchos de sus antiguos participantes o allegados han elegido y transitado caminos que las y los alejan de lo que podríamos llamar el “área de influencia” levreriana, las marcas de la influencia ejercida por el maestro son –siguen siendo– visibles a varios niveles; para 22 mujeres es Mariana Casares (1967) quien de alguna manera “representa” mejor a esa zona  de la narrativa reciente, aunque los rastros de filiación son menos visibles en “Cuaderno de culpas”, el cuento incorporado a esta muestra, que en su libro Capítulos dispersos y en los textos breves que acompañan su novela Sex shop no es pecado (cuyo acápite, de hecho, pertenece a Levrero).  “Cuaderno…” es un texto sugerente y sólido, y el único de la muestra que aborda abiertamente un tema vinculado a la religión o la espiritualidad.
Algunos de los cuentos incluidos parecen instalarse en la (difusa, problemática) frontera entre una voluntad ante todo narrativa y una expresión más bien lírica; así, “La noche de los espejos”, de Sofía Rosa (1986) por momentos da la sensación de desperdiciar, desdeñar o tratar de manera insatisfactoria un par de ideas y atmósferas que podrían haber aportado a un cuento más interesante. Por el contrario, “Intervención”, de Ava Gardner (1982) logra, con gran economía de medios e intensidad, sugerir en el espacio del texto más breve del libro un clima opresivo y tenso.
La brevedad también juega a favor de “Zoo”, de Vika Fleitas (1983), que admite una lectura desde cierta concepción de lo fantástico en tanto irrupción; "Lo raro fue una noche cuando…” comienza el relato, en el que un león de irrealidad creciente acompaña a la narradora por un tramo de la calle Rivera. Cierto extrañamiento que podría presentarse como compatible con la estrategia narrativa de Fleitas aparece en “Ultravioleta”, de Valentina Vescovi, un texto que quizá no pertenezca al conjunto de los mejores logrados del libro pero que no carece de interés, desde su mención inicial a la canción “Space Oddity”, de David Bowie, que inaugura una serie de connotaciones en clave ciencia ficción, hasta un curioso uso de ciertos referentes políticos (“todos los peronismos tienen algo de reivindicativo”, leemos) o de un cliché de cultura popular montevideana (“como la cometa de la farola de Jaime”).
“Cupones”, de Beatriz Dávila (1944), “Culpable”, de Vesna Kostelić (1968), “Padre”, de Melisa Machado (1966) y “René”, de Helvecia Pérez (1967) son ejemplos de narraciones competentes que logran mantener interesado al lector a través de estrategias dispares; quizá el mejor de este grupo sea “Padre”, con sus momentos de una desnudez ominosa que podrían vincularse a la ya mencionada novela La azotea, de Fernanda Trías.
Por último habría que consignar que los cuentos de Alicia Migdal (1947) y Suleika Ibáñez (1929), maduras exposiciones de las poéticas de sus autoras, se encuentran de alguna manera en extremos del territorio delineado por 22 mujeres, más parecidos entre sí que a los demás (un mediador podría ser Sofi Richero, como sugiere Alicia Torres en su prólogo, aunque el relativo parecido a nivel estilístico quizá no sea suficiente para establecer un vínculo más sólido), casi como anomalías en un libro de por sí heterogéneo. En cualquier caso, cualquiera de los dos textos enriquecen la muestra y encontrarán, sin duda, lectores que reconozcan su madurez expresiva.

Publicada en La Diaria el 27 de julio de 2012

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