¡Alemania, Alemania!, Felipe Polleri



Pautas para Polleri


Quizá valga la pena decir, como punto de partida, que la literatura de Felipe Polleri es o parece ser (o juega a ser o a presentarse como) algo parecido a un género. 
 
Una manera en que semejante afirmación podría dar paso a una reflexión interesante pasa por pensar que los géneros pautan un acuerdo con el lector, que le ofrecen una ecuación balanceada entre reiterar ciertas pautas consagradas y ensayar cierta novedad, que le dan al lector lo que el lector sabe que puede encontrar y que, de hecho, desea encontrar, que, también, la historia de un género determinado es también la de sus hitos, la de aquellas propuestas que han reformulado las reglas o tensado sus límites. Pensados desde estas coordenadas, los libros de Polleri resultan, sí, más o menos siempre iguales a sí mismos, siempre capaces de dar al lector –a los lectores y fans de Polleri– aquello que están esperando y que desean encontrar, a la vez que, de vez en cuando (Polleri, después de todo, publica más o menos un libro por año) sus pautas, las pautas que los vuelven parte de una serie tan digamos homogénea, parecen estirarse o dilatarse para dar paso a una novedad más brillante. 
 
Y ese es, seguramente, el caso de ¡Alemania, Alemania!, que ya podríamos ir pensando como la mejor novela hasta la fecha de Felipe Polleri.
 
A la vez, un género también puede ser pensado desde la cuestión de qué hacen con él los escritores, y así es evidente y acaso trivial que el género Polleri cuenta con un practicante único, Felipe Polleri, nacido en 1953 en Montevideo y autor, entre otros libros (por citar la solapa de su última novela), Amanecer en Lisboa, Vidas de los artistas y El alma del mundo. A la vez, podemos pensar en qué han hecho de este género otros escritores, podemos pensar, por decirlo de otra manera, en quienes han continuado o seguido o partido de la obra de Polleri o conversado con la obra de Polleri, ya que lo que un escritor dice, en realidad, está dado también por la relación de su escritura con las que la circundan y limitan o la han vuelto posible o renuevan o cancelan su legibilidad. Polleri ha inspirado, entonces, a escritores como Leandro Delgado y Agustín Acevedo Kanopa, cuyas obras, en rigor, no se parecen a la del maestro; a su vez, en Polleri confluyen diversos escritores, muchos de ellos vueltos especialmente visibles en ¡Alemania, Alemania! (y también en otros textos, entre ellos el prólogo a la reciente edición de Criatura Editora del compilado Irrupciones, de Mario Levrero, donde el autor de El lugar es llamado por Polleri “maestro mágico”), que incluye guiños a Maus, la novela gráfica de Art Spiegelman, a las traducciones al castellano de la obra de Thomas Bernhard, al dramaturgo isabelino Christopher Marlowe, a su colega William Shakespeare, a la teoría oxfordiana de la autoría de la obra de Shakespeare (según la cual el verdadero autor de las tragedias y las comedias y los sonetos fue Edward de Vere, el decimoséptimo conde de Oxford), a la teoría marloviana de la autoría de la obra de Shakespeare (según la cual el verdadero autor de los sonetos y las comedias y las tragedias fue Marlowe), etcétera. En cualquier caso, la visibilización de estos procedimientos de intertextualidad (o de exhibición de la ancestría, del sistema de relaciones de la obra de Polleri con el acervo literario) es, podría pensarse, parte de los mecanismos propios del “género” Polleri y es fácil encontrarla en sus novelas anteriores, por ejemplo en el caso más que evidente de Gran ensayo sobre Baudelaire (2007).
 
Esta circulación de lo mismo y lo nuevo (o lo más intenso, sensación que construye maravillosamente ¡Alemania, Alemania!) corría o corre el riesgo de devenir en una suerte de charquito entrópico, acaso sugerido por novelas como El pincel y el cuchillo (2011) o Los sillones marchitos (2012), que pudieron pasar en su momento por actualizaciones o versiones si bien competentes también deslucidas de lo que cabría representarse como la novela de Polleri arquetípica (o el género-Polleri, para seguir en la línea del primer párrafo). 
 
¡Alemania, Alemania!), en cambio, es pura intensidad, como si se tratara de un Polleri enchufado a un relámpago o a un vagón de cocaína. 
 
Si la escritura de Polleri procede en círculos, aquí ha sido conquistado lo que parece un nuevo nivel, como si ahora tuviésemos que pensar en espirales; es un grado mayor de concentración, entonces, para decir de nuevo lo mismo. ¿Qué dicen los libros de Polleri, entonces? En el peor de los casos dicen cosas que ya sabemos; en el mejor, lo dicen de manera brillante, acaso genial. Y dicen que el mundo es una mierda, que los seres humanos son basura infecta y que nadie está a salvo de esta condición (mucho menos los “artistas”, esos artistas malditos, marginales y ridículos que abundan en los libros de Polleri); el narrador polleriano, entonces, se pasea por las ruinas del humanismo y mira con desconfianza, cinismo y amargura el futuro, o lo que él cree que es el futuro, o lo que él cree que otros le dicen que es el futuro, a la vez que su irreparable lucidez le hace entender que el pasado no fue muy diferente y que si se puede tener nostalgia de algo es, ante todo, de aquello que jamás ha sucedido, de una utopía o ucronía, digamos, la utopía humanista que, en algún momento, quizá, pudo acercarse un poco, como tienen sus afelios y perihelios los planetas en sus órbitas, pero que jamás hizo otra cosa que teñir de esperanzas cínicas (y habría que pensar bien si se trata de un oxímoron) el paisaje. 
 
En última instancia está también, cabría decir que ante todo, la escritura, el trazo afilado y preciso de Felipe Polleri, el “arte”, digamos, pero hay más: ¡Alemania, Alemania! arroja luz (o le arranca una nueva faceta a lo ya dicho previamente) sobre la máquina Polleri, sobre el algoritmo que genera sus obras, en tanto plantea la pregunta (equivalente a indagar el contorno de los textos) de qué tan diferente es leerla como una novela (es decir como un objeto único) a leerla como una trilogía de nouvelles (que en el índice están nombradas como “Christopher”, “Parsifal” y “Antoine”, acaso capítulos, acaso textos con sus propios límites). En ¡Alemania, Alemania! hay, entre otros, ingleses, alemanes y uruguayos, pero, a juzgar al menos por las marcas de la escritura, por los gestos detrás y entre las palabras, a juzgar por la evidente artificialidad de las máscaras convocadas, podríamos leer en sus páginas la presencia de un único personaje-narrador. Y este personaje-narrador, a su vez, puede ser leído como el mismo de las otras novelas de Polleri. En ese sentido podríamos pensar en ese conjunto como en una serie de nouvelles articulables en conjuntos mayores (la trilogía El dios negro, por ejemplo, que incluye los textos Carnaval, Colores y El rey de las cucarachas, publicados previamente como libros independientes o como textos con límites claros) que, quizá, se aglomeran en una única macronovela. Polleri, entonces, podría admitir que –ya que sus libros se parecen acaso demasiado, acaso sospechosamente demasiado como para que no sea posible olfatearle el mecanismo– viene escribiendo desde hace años la misma novela porque, en última instancia, su obra  no es (en el sentido de que así puede leerse) sino una única novela –dividida en sectores, en nouvelles, entregada a la tensión entre el texto independiente y el capítulo– marcada por una voz incapaz de detenerse (como la del Innombrable de Beckett) y siempre igual a sí misma, a veces más intensa (como en ¡Alemania, Alemania!), a veces menos intensa (como en Los sillones marchitos, digamos). Este juego es interesante en sí mismo, por supuesto, y propone un contexto más amplio para las novelas de Felipe Polleri, un gesto para sumar al repertorio del autor y que nos hace repensar qué es una novela, qué es un libro, qué es una obra, qué es un proyecto. 

Publicada en La Diaria el 25 de octubre de 2013

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