Ningún lugar, Hoski

Cuentos con culos peludos


Se me ocurren unas cuantas razones para pensar a Ningún lugar, el reciente compilado de relatos de José Luis Gadea/Hoski, como uno de los libros más interesantes publicados en lo que va del año y, de paso, como una buena refrescada en el contexto de la narrativa del siglo XXI en nuestro país. Eso parece quedar clarísimo a las pocas páginas: a Gadea/Hoski no le importa hacer buena letra ( eso que desvela a no pocos escritores de mi generación) ni prefiere evitar las erupciones románticas o el contraste entre irrupciones de filosofía low-fi (o irrupciones low-fi de filosofía) con líneas de mayor pretensión digamos poética o acaso expresiva, o con la narración pura y dura. Es decir: narra, y bien, pero también le importa –por suerte– hacer otras cosas, y no solo querer deslumbrar (si es que a estas alturas queda alguien que se deslumbre con eso) con un aburrido artesanado narrativo.
Por cierto, los momentos “expresivos” abundan y algunos son memorables. Basta como ejemplo el que queda entre las páginas 125 y 126: “Más allá de mí alguien me confirmaba, alguien llenaba de sentido el absurdo del tiempo y el espacio, la oscuridad del universo del otro lado de mi ventana. La canción seguía. La canción estaba fuera del devenir lineal. ¿Quién puede reír y ser feliz al mismo tiempo? ¿Quieres tu morir sin saber por qué razón has vivido?” Es decir: desde enunciados que, tomados por separado, parecen berretas, el fragmento se abre camino hasta la extrañeza y el goce estético: a partir de quiebres, sobre todo, de tensión entre las reiteraciones (esa doble “la canción…”) y los cambios súbitos de modo y registro (la apelación a una segunda persona en la última pregunta).
Hay también, por todas partes, una cadencia beatnik, un modo cuasi road-movie, una música bolañiana de poetas en pedo y frotes pansexuales. Va un ejemplo, en la página 114: “Y así, paseándola por los márgenes, por moteles de bajo precio y toques autogestionados; así fue que nos enamoramos, que nos apresuramos a prometernos cosas, a ensoñarnos mutuamente”. Es cierto que el fragmento remite a una relación específica entre dos personas (el narrador y su ex), pero no menos cierto es que la cadencia (y algún recurso notable, como esa yuxtaposición del español de traducción en “moteles de bajo precio” con un a todas luces extraño “autogestionados” tras el muy uruguayo “toques”)  reclama otras posibilidades de significado.
En la contraportada Leandro Delgado convoca una tradición local del “realismo sucio que tiene a Montevideo como vedette vieja, frustrad y resentida”, pero quizá mucho más interesante que lo que le preocupa ver a Delgado sea el hecho de que esa Montevideo del libro no se parezca a otras construida por la literatura uruguaya y que en su deriva entre la periferia y más allá (Lezica, Sauce) y el centro (que en alguna ocasión el narrador convoca entre comillas y que aparece generalmente bajo lugares como la Intendencia, la Plaza de los Bomberos, la feria de Tristán Narvaja y un mucho más amplio “la ciudad vieja”) haga aparecer espacios nuevos –en el sentido de apropiación o representación literaria, se entiende–. Eso quizá es lo que hace a “La princesa de Lezica” uno de los mejores cuentos del libro, o quizá el mejor. La trama, como todas las de los textos ofrecidos, es simple (un proyecto de cuento incluido por ahí a modo de notas –p.70– parece atestiguar acerca de qué es lo que le interesa a Hoski/Gadea como materia prima narrativa): el narrador y protagonista chatea y busca sexo, siempre desde la urgencia de una noche que se precipita hacia su final y que se abisma. Generalmente no lo encuentra y lo que se nos cuenta es ese quiebre entre lo que pasó y lo que se deseó, o –como en “Valpo”, que en su momento fuera de lo mejor que ofreció la antología de textos Entintalo– se lo encuentra en lugares inesperados e incómodos (pero que se abrazan como parte de un programa humanista que parece cortazariano: uno de los pasajes más flagrantes en este sentido habla –p.43– de la diferencia entre “hombres” y “rectángulos”). Lo brillante del cuento, en todo caso, es el recorrido, el periplo nocturno: “Caminé entonces por la gloriosa avenida Lezica, con su mezcla de castillos lujosos y casas de veraneo de hace noventa años y sus barros sempiternos en cuyo seno caen como nieve misteriosa la flor y el coquito de los eucaliptos. Desde la bajada del coche había perdido la conciencia real del tiempo y sólo me sabía en uno que era como una concentración total de la noche” (p.98). Hay un ímpetu lírico un poco curioso, sí, pero también una suerte de cualidad proteica de la prosa, que pasa de la imagen algo manida a la descripción sucinta y efectivísima de un estado alterado de la conciencia.
A veces esas erupciones líricas parecen demandar una lectura irónica; uno de los puntos débiles del libro, en cualquier caso, es la reiteración del juego con el desdoblamiento entre el narrador y ese otro yo que actúa (que generalmente es Hoski, aunque también aparece desde atribuciones de textos, muchas veces a modo de acápites), un gesto que queda declarado cabalmente con los primeros textos y que después, en su reiteración, no va a ninguna parte (a “ningún lugar”, es decir). Quizá, para sortear este juicio, haya que pensar en este libro –como lo hizo Fabián Muniz en un comentario publicado en Facebook– como una suerte de novela o, mejor, como un libro que saca el cuerpo a un etiquetado fácil de géneros. Cuento tras cuento, de hecho, se insiste en determinados hechos (rupturas, toques, problemas con los celulares irremediablemente obsoletos) y va armándose una imagen (una especie de estereoscopía de aquellas que demandaban visores y solían entregar vistas de maravillas del mundo o lugares pintorescos) de cierto tiempo en la vida del protagonista, que –y acá viene otra de las virtudes del libro– queda presentado también en función de cierto extrañamiento de los recursos en boga entonces de levante y comunicación (o incomunicación, en la lectura más humanista/romántica que la escritura de Hoski a veces parece asumir o buscar como cómplice) y que ahora parecen tan enterrados como el fax o el término “multimedia”: se habla, entonces, de Msn y mensajes de texto, sin apelar a redes sociales más recientes que Facebook (cabe pensar en una narrativa ambientada aún más atrás que haga el mismo uso del Icq y la deriva por perfiles de Hotmail). Hay, digámoslo así, una arqueología narrativa de la tecnología, y eso contribuye a la creación del paisaje o espacio en el que operan los relatos. A la vez, en la marcada instalación del hábito tecnológico por fuera del uso de smartphones, puede leerse también una apelación recurrente y también bolañiana a la cosa de poeta pobre, a cierta picaresca basada en detallar cómo se hace lo que se hace con un mínimo de plata; pero por suerte no hay miserabilismo o pintoresquismo de conurbano porteño en este libro, y en el momento en que más parece acercarse –pp.66-67– a esa épica berreta del proletariado, el narrador gira el volante de golpe y nos lleva hacia lugares más interesantes.
Hablé más arriba de ironía. Esa que reclama ser invocada ante los palos que se da el narrador a sí mismo y las irrupciones de filosofía low-fi –con sus debates sobre Nietzsche y el nihilismo, las apelaciones a Dios, a la Nada y a formas de espiritualidad que van y vienen entre alcoholes– puede resultar a veces un poco inconducente, pero esto opera también en esa línea de las reiteraciones o recurrencias que bien miradas terminan por conectar los relatos en un contexto narrativo más amplio y sin duda más interesante.

Es curioso que lo más flojo del libro esté en el cuento con el título más sugerente, “La Batalla de las Piedras”, que –en su condición de uno de los textos más largos entre los incluidos– parece reclamar un brillo especial y termina por ofrecer poco y nada que no esté mejor trabajado en otros cuentos más breves y eficaces; el ya mencionado “La princesa de Lezica” sin duda sería uno de ellos, pero también “En la red” y “En el centro”, que podrían pasar por dos instancias o momentos de un mismo relato, cosa sin duda subrayada por el parecido entre los títulos y su juego conceptual entre redes y centros. Esa solidez de construcción tiembla un poco con “Valpo”, un texto de todas formas fascinante (y que acaso se la banca mejor solo, como lo hizo a las mil maravillas en el compilado Entíntalo) y hace peligrar un poco el logro del libro con el ya mencionado “La batalla de las Piedras”, pero quiso el azar o mis hábitos de lectura ante los compilados de cuentos que en su momento leyera primero la segunda mitad, la que comienza con “Ctrl + V” y sigue con “La princesa…” y “Paralelismo psicocósmico”, acaso el momento en que parece asomar una suerte de filosofía “sincera” (en oposición a “irónica” o a “presentada irónicamente”) que podamos atribuir al autor, y que de esa lectura en desorden pareciera emerger un libro más lindo de leer. Vaya entonces a modo de recomendación lo siguiente: dejar para el final “La batalla de las Piedras” y “Valpo”, como si fuesen dos apéndices a un texto más parecido a una novela. 

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